¿Quién piensa en curarse cuando aún no ha sido herido?

Me gustan las playas amplias de arena fina, nada de charcas urbanas de nauseabundo olor a bronceador. Me gusta perderme en la naturaleza y desembocar en arenales inhóspitos, batidos por un mar caprichoso que tan pronto te recibe con un delicioso chapuzón de aguas cristalinas como te reta a cabalgar olas revueltas de tres veces tu altura.
¿Quién piensa en curarse cuando aún no ha sido herido?
Con las novelas me ocurre otro tanto de lo mismo, me gustan los textos largos escritos con pluma fina, cortante como un bisturí, que alternen relajados chapoteos de párrafos largos y descripciones casi fotográficas, con vibrantes sacudidas de texto frenético, sorprendente y porque no decirlo, furioso.

Para crear “Crónicas de los Reinos Olvidados” traté de plegarme lo más fielmente a mis gustos (que espero concuerden con los de mis lectores). Durante el tiempo que duró el parto de la novela soñé con príncipes, reyes y brujos, soñé en definitiva un montón de personajes complejos, algunos de los cuales han medrado lo suficiente como para nacer al tiempo que lo hace la novela, mientras que otros quedaron en el tintero o simplemente se evaporaron como la bruma de verano. Con la trama, con la telaraña en la que se mecen los personajes, me ha pasado lo propio, creció y creció enredando en su tela absorbente a unos y a otros personajes, hasta desembocar en una trilogía que una vez finiquitada superará con creces las 1500 páginas.

Jamás pensé que tan caudaloso proceso creativo se volviera contra mí.

Quizás si lo hubiera pensado fríamente, con vista de mercader, mi decisión hubiera sido otra. Una trama más sencilla, con un esquema novelesco clásico y mucho, mucho más corta. Inicio, nudo y desenlace, todo en un mismo libro, nada de trilogías grandilocuentes más largas que la wikipedia. Una novela de factura limpia, mucho más fácil de escribir y de corregir, y como no, infinítamente más sencilla de colocar.

La industria del libro se niega a publicar nada que supere las 400 páginas. Parece ser que esa hoja que lleva impreso en la base el número 401 y esas dos gotas de tinta extra son la delgada línea que separa la rentabilidad de una novela del precipicio insondable de la ruina más absoluta.

Ahora me doy cuenta de mi error, debería haber dedicado más tiempo a los aspectos más “terrenales” de la novela, pero ¿Quién piensa en curarse cuando aún no ha sido herido?

Kill em All

Los autores, al mismo tiempo que vamos rellenando de párrafos nuestras novelas, vamos desarrollando una enfermiza relación de amor-odio con nuestros personajes. Un amor que surge de la propia creación del mismo, de ese periodo convulso y volátil en que a base de pincel fino vamos dibujando a los títeres que viajarán saltando de letra en letra y tendrán la comprometida tarea de ser nuestra voz en la novela.

En cuanto al odio os diré que tarde o temprano aparecerá, y aún os digo más: Se hará más fuerte a medida que estos vayan tomando cuerpo, adquiriendo un protagonismo malsano que termina por crearnos una relación de dependencia que hace que el ineludible momento en el que hemos de poner el punto y final a nuestra relación simbiótica con ellos sea más doloroso. La eterna danza entre Eros y Tanatos.

Hay personajes que engordan hoja a hoja, novela a novela, y a medida que crece su peso específico lo hace el generoso tributo, en forma de fama y pasta, que recibe su creador. El problema surge cuando su importancia pasa a ser capital, convirtiéndose en pieza fundamental e ineludible para la obra. En ese momento el autor está atado de pies y manos, por desgracia, amigo, en ese preciso instante se han invertido los papeles y ahora el títere eres tú.

Kill en AllSi la aberración no solo se permite, sino que además se alienta, se puede dar el recurrente caso de que muerto el autor el personaje consiga flotar en el aire, como el ángel caído, Azazel, en "Fallen", hasta conseguir un nuevo huésped en el cual seguir viviendo, es el caso del pomposo detective Hercules Poirot, otro Azazel que ha conseguido saltar de la difunta Agatha Christie al cuerpo vivo de Sophie Hannah para protagonizar una nueva aventura, ("Los Crímenes del Monograma"). Por desgracia no es el único Azazel que espera su oportunidad para seguir viviendo y son muchos los James Bond, Philip Marlowe o Sherlock Holmes, que gozan de buena salud mientas que sus autores duermen el sueño de los justos, olvidados para el gran público bajo cuatro paletadas de tierra.

El autor debe saber el momento en el que ha de pulsar el "play", subir el volumen a tope y dejar que el "Kill em All" (Matadlos a Todos) de Metálica le inunde los sentidos. Es la hora de la guadaña, y las espigas de trigo seco han de caer. Todo tiene un momento y un lugar, y los personajes que se arrastran de libro en libro tienden a dejar un poso rancio en el paladar de los lectores. Mientras que los que, como Eddard Stark, pierden la cabeza tras acompañarnos durante mil vibrantes hojas nos dejan las papilas gustativas plagadas de infinidad de matices ácidos y amargos. Un regusto agrio que convierte el personaje en inolvidable.


Tampoco hablamos de sufrir un irrefrenable deseo de matarlos, sino de tomar consciencia de que al igual que el ser humano nuestros personajes también viven expuestos al terrible abismo de su propia fugacidad. Todo lo que nace debe morir.

La muerte puede ser el acto de amor más puro de un autor hacia sus personajes, se trata de hacer nuestras las palabras que Von Kleist puso en los labios de Pentesilea: Besos, mordiscos, son parientes, y el que ama con pasión bien puede confundir unos con otros, y regalar a nuestros personajes una muerte inquietante o gloriosa que obligue al lector a guardar espacio para ellos en sus recuerdos, de forma que pasen a la indeleble eternidad de la nostalgia.

El orgulloso falaz.

Los novelistas somos la quinta esencia de la mentira, fulleros que cantamos al amor incluso sumidos en la desdicha más absoluta, a la guerra aun cuando festejamos la paz sobre todas las cosas, o al honor y la gloria que negaríamos en caso de necesidad más rápido que Pedro a Cristo. Os embaucamos, o al menos tratamos de hacerlo, convirtiéndoos en participes de congojas y júbilos que, salvo quizás en su más remoto germen, no son nuestros, vivencias que son en esencia falsas.

En el umbral de los 90 Vargas Llosa utilizó su libro “La verdad de las Mentiras” para iluminar el oscuro mundo interior de los novelistas, permitiendo a los lectores asomarse y curiosear en él. Fue un leve destello, un sublime truco de prestidigitador, una ilusión artificial que nos dejó vislumbrar donde está el as de la baraja, mientras que ante nuestros ojos el ilusionista hacía desaparecer, chistera adentro, naipes, monedas, conejos y palomas.






“La verdad de una novela depende básicamente de su poder de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la verdad, y toda mala novela miente. Porque decir la verdad para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión, y ‘mentir’ ser incapaz de lograr esa superchería”

Un buen novelista ha de manejar con soltura tres profesiones de sibilino origen. Ha de ser un curtido mentiroso, pues lo que cuenta, pese a que puede y debe nacer de una semilla verdadera, es básicamente mentira; ha de ser un diestro mago, porque hace falta buenas dosis de ilusionismo y prestidigitación para hacer parecer la verdad mentira y viceversa; y por último ha de ser un ladrón tenaz, porque nadie alberga en su alma tantas semillas (poderosos polvos mágicos para tu “yo” mago), y las de los demás pueden ser tan buenas o más que las nuestras, robar vivencias para hacerlas suyas y amalgamar con ellas tramas y personajes ha de ser para el novelista un continuo e inexorable peregrinar en busca de su combustible vital.






La alquimia entre la verdad y la mentira organiza el esqueleto de toda novela que se precie. Pues cualquier narración, pese a ser en esencia una falacia, necesita al menos un par de gotas de verdad (semillas). El escritor auténtico acepta sus demonios y los sirve en bandeja de plata a sus lectores, la novela siempre tiene algo de él, porque es esta verdad la que le infiere poder de persuasión, y si esta semilla falta la novela cojea y no convence. Si el tema se escoge fríamente atendiendo a criterios mundanos como las ventas o el mercado, el texto, y por ende el escritor, no será autentico. Tal y como Mario dejó de manifiesto, toda novela es una mentira que finge ser verdad.

La literatura es artificio pero hay que disimularlo, envolverla con un traje a medida de embustes y argucias hasta convertirla en una fábula veraz. Se trata de conseguir un disfraz coherente que consiga escapar del dedo acusador del lector. No olvidemos que los lectores son como los niños y cuando los focos del escenario arranquen destellos de éxito de vuestra mejor capa y el conejo blanco más lustroso del mundo espere turno ante las bocas abiertas de los zagales para salir de vuestra chistera, nadie desea que el gordo del fondo se levante y con la boca llena de Nocilla nos joda la función al grito de: Lo he visto, tiene truco.



Sobre este blog

Blog personal del escritor Fernández del Páramo. Un espacio digital creado para dar a conocer su obra y compartir impresiones con sus lectores.