Sueños de Navidad.

Durante los que quizás fueron los mejores años de mi vida pasé las navidades junto a abuelos, tíos y padres en el pueblo, en la casa familiar. Siempre íbamos un par de días antes de estas fechas señaladas para ir preparando las pitanzas y tratar de evitar la congelación de los futuros comensales encendiendo la vieja calefacción de gasóleo a tope de potencia. En aquella casa siempre hacía un frío de cojones. Un rito preludio de la navidad consistía en desplazarnos en busca de gasoil hasta la gasolinera más cercana en el Renault 19 de mi padre. Luego me tocaba ayudarle a finalizar el proceso, sujetando el embudo hasta que la caldera se tragaba hasta el último de los bidones de 25 litros. Ni que decir tiene que la ducha de carburante, y la consiguiente bronca paterno-filial, estaba asegurada.

Solía llover de continuo, y en aquella época libre de móviles el teléfono fijo hervía con su repetitivo ring ring de felicitaciones navideñas, ante el evidente mal humor de mi señor padre, al que le resultaba imposible echar la siesta “en esta puta casa”. Las conversaciones solían alargarse un buen puñado de minutos y los familiares, que llevaban tiempo sin verse, aprovechaban para contarse sus asuntos y chismorrear un poco; cosa impensable hoy en día dado el estado de hipercomunicación en el que vivimos.

Mi madre y su hermana, Marifé, se encargaban de organizar, haciéndole un quiebro a la desgana, los festejos que se celebraban tumultuosamente a lo largo de las fiestas navideñas, por aquel entonces los hombres aún actuaban como una casta ajena a labor doméstica alguna, exentos de cualquier tarea salvo de la de recargar las calderas de gasóleo.
Los niños, como consecuencia de nuestra corta edad, tampoco teníamos ninguna función atribuida; íbamos organizados por edad y altura, como los cuatro hermanos Dalton, Rúben ocupaba la cabecera con poco más de doce años, siguiéndole yo en línea descendente, tras de mi Luisín y por último y cerrando la fila Yayo, que debía de superar por poco de la media docena.

El menú de Nochebuena consistía irrenunciablemente en sopa de marisco, langostinos y cordero. De postre: escándalo loco de dulces navideños. Para el día de Navidad nos esperaban las sobras de la noche anterior y para Nochevieja se sustituía la sopa de marisco por la de carne y el cordero por pavo.

Durante la Nochebuena mi padre actuaba siempre como maestro de ceremonias, deleitándonos con chistes fáciles, tirones de orejas que mi primo Luisín aguantaba con estoicismo, e historietas en clave de humor que a quien más hacían reír era a él mismo, cautivo de su propio talento narrativo. La opereta se alargaba hasta que el alcohol comenzaba a hacer rascar su disco duro. Tío Luis, salvo en contadas coyunturas parco en el comer y en el beber, en aquellas ocasiones engullía hasta dilatar el estómago más allá del punto de no retorno, disfrutaba de las bebidas espirituosas como si no hubiera un mañana, y no perdía ocasión de jalear a mi padre riéndole cada chiste con más intensidad aún que el anterior.

Tras zampar más turrón del humanamente posible, después de que mi abuela tratara de bailar “Mi Carro me lo Robaron” sustituyendo al ínclito Manolo Escobar por una escoba y que todos los que aún no habíamos llegado a la madurez (incluido mi padre) hubiéramos intentado decir “Pamplona” con la cavidad bucal atiborrada de polvorones de estepa, solíamos abandonar a nuestra parentela a su suerte y acabar nuestras juveniles farras aprovechando al máximo aquellos momentos de laxitud en la vigilancia paterna, aquel indulgente paréntesis en el parecía abrirse la veda a comportamientos que en cualquier otra casión se hubieran saldado con generosas andanadas de "zapatilla", achispándonos con sidra en el jardín y desperdiciando, a escondidas, un habano que como decía mi abuela “no se lo saltaba un gitano”.

En Nochevieja bajaba el nivel, y tras marcharse todos los adultos al baile, tan sólo quedábamos para disfrutar de nuestra fiesta de Nochevieja casera los cuatro hermanos Dalton, junto a mi abuela Josefina, nuestro particular Lucky Lucke siempre vigilante.

Cuando se aproximaba la media noche, después de degustar los típicos productos navideños, como postre y culminación al festival del yantar desmesurado nos concentrábamos delante de nuestra Philips TC100, orgullo tecnológico y signo de prosperidad de nuestros progenitores, ávidos de disfrutar del programa de variedades que cada año nos servía envueltos en playback a los artistas más punteros del momento.

Acabados los insufribles resúmenes informativos del año que ya llegaba a su fin, y después de que todos los profetas televisivos hubieran dado sus pronósticos para el año venidero llegaron los cuartos, los medios y por fin las doce campanadas.
En las campanadas de 1987 no hubo incidentes reseñables en el acto de buscar la buena suerte ingiriendo frutas, salvo los habituales e inevitables ataques de risa floja que siempre truncaban la intención de mi abuela de dar fin a sus doce uvas.

Los cuatro hermanos Dalton matábamos los minutos publicitarios previos a nuestro particular guateque televisivo intentando, a base de dulces navideños, que el nivel de glucosa en sangre no descendiera.
La Abuela, después de enterarse de que Manolo Escobar tampoco cantaba este año, amenazaba con enfilar la cama escaleras arriba, mientras que nosotros chasqueábamos los dedos con un sentido del ritmo discutible al tiempo que tarareábamos los éxitos televisados del cantante de moda de turno y continuábamos metiéndonos sucesivas chutas de turrón. Engullimos como hienas mientras que Rick Astley nos animaba con su "Never Gonna Give You Up", le dimos cera al turrón de chocolate, al blando, a los polvorones y mantecados de estepa e incluso a la morralla que siempre queda pegada al fondo de las bandejas: El turrón duro, las bolas de coco y las uvas pasas.

La noche fue avanzando y sin ni siquiera haberlo sospechado llegó el tiempo de una de las actuaciones más recordadas de la historia de la televisión, un colofón perfecto para una fiesta de cuidado. Si, amigos lectores, vosotros sabéis de sobra de que os hablo, vosotras quizás tan sólo lo sospechéis….pero vosotros lo sabéis fijo.

Pechuga, pechuga italiana de la buena, de la que antaño solo se veía en el catálogo del Venca. Pechugona genovesa de primera calidad. Pechuga en definitiva de Sabrina Salerno. El manjar más apreciado y mejor saboreado de toda la navidad de 1987. Una pechuga tan rica que a la fuerza tenía que estar hecha de sueños, sueños de navidad. Doy gracias a Dios por permitirme disfrutar de tal manjar: Hot Girls, la mejor actuación musical de todos los tiempos.
           
            Hot Girl Hot Girl I’m Satisfaction Baby
           Hot Girl Hot Girl I’m Dynamite
           Hot Girl Hot Girl I’m Satisfaction Crazy
          Hot Girl Hot Girl Take Me Tonight

https://www.youtube.com/watch?v=8FKSme_8_ME
Saltó, la chica saltó, tanto como para que todas las cabezas con ojos que desde cualquier lugar de esta piel de toro que es España bailaran a su compás. Saltó para disfrute de altos y bajitos, feos y guapos, monjas y frailes, para regalo navideño de todos y cada uno de nosotros.

          Hot Girl Hot Girl I’m Satisfaction Baby
          Hot Girl Hot Girl I’m Dynamite
          Hot Girl Hot Girl I’m Satisfaction Crazy
         Hot Girl Hot Girl Take Me Tonight
         Sexy Girl Sexy Girl


Sus escuetas ropas cedieron ante el ímpetu irrefrenable de aquellos pechos rebosantes, hasta llegar al punto de liberarse, agitándose al aire ante el general asombro general y el parcial aplauso. Rúben gritó: “boys, boys, boys”…yo aplaudí puesto en pie como si Miguel Ángel hubiera dado el ultimo martillazo a su David, Luisín señaló la tele con el índice gritando hasta el paroxismo: “las tetas, las tetas”, a la abuela se le escapó un clerical: “válgame Dios” y Yayo gritó “Pamplona” regándonos a todos con los polvorones con los que tabicaba hasta el últimos resquicio de su boca.

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Sobre este blog

Blog personal del escritor Fernández del Páramo. Un espacio digital creado para dar a conocer su obra y compartir impresiones con sus lectores.